Capitulo Doce
The Road’s Rats
Esa visión del verano tan inesperada se prolongó durante mucho tiempo y constituye el más hermoso recuerdo de ese año en Londres. Mi tienda de helados, en Leicester Square, se había convertido en un lugar de encuentro y me sentía en el centro del mundo, de una manera sencilla y natural, solo como eso, por amistad, sin hacer grandes cosas, en realidad, pero me sentía importante que muchos se referìan a mí , tal vez solo para decir: “¿has visto Tizio? ¿Ha pasado Cayo? ¿Qué pasó con Sempronio? “y así sucesivamente. Y amigos llamavan amigos, de modo que pronto se formó un círculo donde prácticamente todo el mundo occidental estaba en órbita: Inglés, Italiano, Francés, irlandés, suizo, canadiense, australiano, norteamericano y sudamericano, africano del sur, israelíes, todos estaban reunidos en Leicester Square o simplemente para tomar un helado y nadie nunca se aburrya. Todos unidos en nombre de el estudio de la lengua materna Inglés, aùnque solo por la tarde, a tiempo parcial; y quien era más rico y afortunado, en la mañana o a tiempo completo, pero en nombre de la gran hermandad del movimiento Rock (verdadero o falso que fuera), el gran sueño que no muere, la eterna esperanza de aquellos que quieren engañar al mundo, creyendo que pueda convertirse, un día, en el mundo de los humildes, los pobres, los últimos. Tampoco faltaban los asentamientos de Londres: Micaela, Martine, Mino, un veneciano muy agradable que había sido en Belice como voluntario, para ayudar a las víctimas del terremoto; Artemio, más loco que nunca, se había puesto con una suiza neurótica y finalmente follaba todo el tiempo, de dia y de noche, aunque nunca parecía suficiente y mucho más. También hubo “Mephisto”, el quiosco, que tenía su oficina no muy lejos de mi helados, casi en la calle de Coventry y cuando tenía tiempo, entre una edición y otra de El Estándar de la Tarde, se acercaba a preguntarme si quería una taza de té y me decìa un montón de historias , siempre en su chaqueta de dril de algodón, curvo en los hombros y ligeramente blando, con los cabellos rojizos y pegajosos, la cara eternamente oscura para el sol, el smog y la barba que tenía que afeitarse una vez a la semana y con el eterno cigarrillo entre los labios delgados y demacrados. Y Elton, un chico de Liverpool que distribuyba invitaciones a los transeúntes en nombre de una discoteca en el Soho, con quien hicimos una amistad agradable. Fred el bailarín también volvió, y todos los personajes antiguos con la adición de otros nuevos, como la banda de jazz trío, tres ancianos agradables que redondearon la pobre semanada pagada por la Seguridad Social, con un acordeón, una trompeta y la tercera y con un sombrero alrededor para quines ofrecean unas moneditas; Tod, el violinista paralítico, melódico y romántico que sólo comparecìa en la noche; Woodie, un verdadero hombre de blues, que vagaba por las plazas con un tambor sobre sus hombros con su pie derecho, la armónica fijada en el cuello por un marco de metal ligero y, por supuesto la guitarra. Una tarde apareciò con su tarjeta un cierto “Jack el mago”, que tenía, en realidad, sólo el nombre de magia. Actuaba con muchas aves coloridas y un perro de pelo blanco.
…continùa…